No hace tanto tiempo, venías todas las mañanas a darme los buenos días. Los fines de semana, incluso, me despertabas con tu maullar impaciente para que abriera la puerta y empezase a jugar contigo. Yo asomaba la cabeza y te decía: “¡Buenos días, princesa!” Y dabas media vuelta de un saltito y caminabas entre mis pies, con tu gracia felina, hasta la cocina. Allí volvías a maullar pidiendo tu comida, con la exigencia del animalito que se sabe, en esos momentos, el centro del universo.
“¡Mmm, qué rico!” te decía, y entonces erguías la colita e ibas hacia tu esquina, donde tenías el agua, la comida y tu caja, con las orejas orientadas hacia atrás, controlando que yo te siguiera. No lo comías todo de golpe, para aprovechar mi compañía por si era uno de esos días que tras un rato me marchaba. Ibas y venías, picoteando pienso y correteando por todo el piso, pendiente de que te dijera lo linda, lo buena y lo divertida que eras, o que intentase acariciarte para echar a correr y jugar a que te escondías.
Al volver del trabajo hacías un “meu” y de nuevo corrías, siempre juguetona, hasta que te cansabas y te hacías un ovillo en el sofá. Verte dormir era una gozada. Movías la cabecita buscando la posición más cómoda, emitías gemiditos y a veces, cuando soñabas, temblabas hasta que te ponía una mano sobre el cuerpecito y volvías a respirar tranquila.
Después, cuando yo ya casi me iba a dormir, te despertabas y tenías tu ataque diario de locura. Más que correr volabas, incluso te apoyabas en la pared, que hoy está llena de huellitas tuyas. Ibas de un lado a otro, veloz como el rayo, y yo no podía evitar reírme de verte tan acelerada. Cuántas noches dormí menos por no dejarte a solas con tu pequeña locura…
Y cuando David no estaba dormías conmigo, nunca demasiado cerca (sí, ya sé que me muevo mucho) pero siempre lo suficiente para estar tranquila. Recuerdo cómo jugabas con mis pies y mis manos cuando los movía debajo del edredón, sin entender qué eran esos bultos que se movían y que te costaba tanto morder. Después siempre terminabas dormidita encima de mi vientre, hasta que me levantaba al baño o te molestaba que me moviera.
¿Recuerdas el día que llegaste? Yo esperaba en la habitación, como me había pedido David, con los ojos cerrados. Cuando los abrí y te vi tan chiquita, tan asustada, tan linda... Me prometí que intentaría hacerte feliz, con todas mis fuerzas, para que la vida que habías recuperado gracias a quien te recogió de aquel container valiese la pena. Recuerdo tu primera noche en casa. No podía dormir pensando que estabas en el pasillo solita. Salí a verte y trepaste como una ratita por mi pantalón y mi camiseta hasta mis hombros. Siempre fue tu lugar preferido. No fuiste amante de las caricias, pero te encantaba que te cogiera, como a un bebé cuando tiene que hacer su eructito, y te diese palmaditas en el culete. ¡Qué coletazos dabas!
Me he reído tanto contigo... Me has hecho tan feliz... Llenaste mi vida de alegría, de risas, de carreras arriba y abajo para ver quién pillaba a quién. Mis amigos se extrañaban de que saliera menos, pero yo quería pasar tiempo contigo. Era como si, más allá del entendimiento, supiera que ibas a estar poquito tiempo conmigo y necesitase disfrutarte cada segundo.
Fuiste buenísima. Sólo recuerdo dos trastadas tuyas: la vez que rompiste aquel regalo de Estambul (estabas tan asustada que ni siquiera pude reñirte) y cuando vino mi hermana a cenar a casa y en un momento de despiste te comiste todo el atún de la ensalada ("bicho malo" fue lo único que pude decirte entre risas). Todo tenías que probarlo. Fuese lo que fuese lo que estaba comiendo tenía que acercarte un poco por si te apetecía. Mira que te malcrié. Pero cómo no hacerlo, ¿con lo bien que te portabas?
Me arrepiento de tantas cosas... Sobre todo, de haberte hecho sufrir cuando tú ya querías irte. Cogía tu cabecita y apoyaba tu frente en la mía, susurrándote que no me dejaras, que te quería, que te necesitaba a mi lado. Creía que mi amor podría curarte. Qué tontería, ¿verdad? Y tú mientras sufriendo, sin quejarte, luchando contra algo que ya te poseía. Quería que te curaras, lo quería más que nada en el mundo. Quería que hicieras viejita conmigo, que me recibieras todos los días, que tomases el sol en la maceta del jazmín, que hoy me dice que no estás. Cuando la vete me dijo que te estaba doliendo tanto supe que ya no podía retenerte más. Estuve todo el rato contigo, acariciándote entre los ojitos, como te gustaba tanto. Ya ni siquiera podías moverte. Lo siento, siento que sufrieras, siento haber tenido que tomar esa decisión. Espero que me perdones.
Fuiste mi primer gran amor, mi princesa, mi chiquita, mi nena. Eras la compañerita de mi vida. Ahora no sé cómo voy a hacer para acostumbrarme a estar sin ti. Parece que en cualquier momento tengas que volver, y cuando recuerdo que no es así algo se me vuelve a romper. Te voy a querer siempre. Ya sabes lo que ocurre con el primer amor.
No puedo decirte más. Te quise muchísimo, te sigo queriendo y te querré toda la vida.
Adiós, princesa
“¡Mmm, qué rico!” te decía, y entonces erguías la colita e ibas hacia tu esquina, donde tenías el agua, la comida y tu caja, con las orejas orientadas hacia atrás, controlando que yo te siguiera. No lo comías todo de golpe, para aprovechar mi compañía por si era uno de esos días que tras un rato me marchaba. Ibas y venías, picoteando pienso y correteando por todo el piso, pendiente de que te dijera lo linda, lo buena y lo divertida que eras, o que intentase acariciarte para echar a correr y jugar a que te escondías.
Al volver del trabajo hacías un “meu” y de nuevo corrías, siempre juguetona, hasta que te cansabas y te hacías un ovillo en el sofá. Verte dormir era una gozada. Movías la cabecita buscando la posición más cómoda, emitías gemiditos y a veces, cuando soñabas, temblabas hasta que te ponía una mano sobre el cuerpecito y volvías a respirar tranquila.
Después, cuando yo ya casi me iba a dormir, te despertabas y tenías tu ataque diario de locura. Más que correr volabas, incluso te apoyabas en la pared, que hoy está llena de huellitas tuyas. Ibas de un lado a otro, veloz como el rayo, y yo no podía evitar reírme de verte tan acelerada. Cuántas noches dormí menos por no dejarte a solas con tu pequeña locura…
Y cuando David no estaba dormías conmigo, nunca demasiado cerca (sí, ya sé que me muevo mucho) pero siempre lo suficiente para estar tranquila. Recuerdo cómo jugabas con mis pies y mis manos cuando los movía debajo del edredón, sin entender qué eran esos bultos que se movían y que te costaba tanto morder. Después siempre terminabas dormidita encima de mi vientre, hasta que me levantaba al baño o te molestaba que me moviera.
¿Recuerdas el día que llegaste? Yo esperaba en la habitación, como me había pedido David, con los ojos cerrados. Cuando los abrí y te vi tan chiquita, tan asustada, tan linda... Me prometí que intentaría hacerte feliz, con todas mis fuerzas, para que la vida que habías recuperado gracias a quien te recogió de aquel container valiese la pena. Recuerdo tu primera noche en casa. No podía dormir pensando que estabas en el pasillo solita. Salí a verte y trepaste como una ratita por mi pantalón y mi camiseta hasta mis hombros. Siempre fue tu lugar preferido. No fuiste amante de las caricias, pero te encantaba que te cogiera, como a un bebé cuando tiene que hacer su eructito, y te diese palmaditas en el culete. ¡Qué coletazos dabas!
Me he reído tanto contigo... Me has hecho tan feliz... Llenaste mi vida de alegría, de risas, de carreras arriba y abajo para ver quién pillaba a quién. Mis amigos se extrañaban de que saliera menos, pero yo quería pasar tiempo contigo. Era como si, más allá del entendimiento, supiera que ibas a estar poquito tiempo conmigo y necesitase disfrutarte cada segundo.
Fuiste buenísima. Sólo recuerdo dos trastadas tuyas: la vez que rompiste aquel regalo de Estambul (estabas tan asustada que ni siquiera pude reñirte) y cuando vino mi hermana a cenar a casa y en un momento de despiste te comiste todo el atún de la ensalada ("bicho malo" fue lo único que pude decirte entre risas). Todo tenías que probarlo. Fuese lo que fuese lo que estaba comiendo tenía que acercarte un poco por si te apetecía. Mira que te malcrié. Pero cómo no hacerlo, ¿con lo bien que te portabas?
Me arrepiento de tantas cosas... Sobre todo, de haberte hecho sufrir cuando tú ya querías irte. Cogía tu cabecita y apoyaba tu frente en la mía, susurrándote que no me dejaras, que te quería, que te necesitaba a mi lado. Creía que mi amor podría curarte. Qué tontería, ¿verdad? Y tú mientras sufriendo, sin quejarte, luchando contra algo que ya te poseía. Quería que te curaras, lo quería más que nada en el mundo. Quería que hicieras viejita conmigo, que me recibieras todos los días, que tomases el sol en la maceta del jazmín, que hoy me dice que no estás. Cuando la vete me dijo que te estaba doliendo tanto supe que ya no podía retenerte más. Estuve todo el rato contigo, acariciándote entre los ojitos, como te gustaba tanto. Ya ni siquiera podías moverte. Lo siento, siento que sufrieras, siento haber tenido que tomar esa decisión. Espero que me perdones.
Fuiste mi primer gran amor, mi princesa, mi chiquita, mi nena. Eras la compañerita de mi vida. Ahora no sé cómo voy a hacer para acostumbrarme a estar sin ti. Parece que en cualquier momento tengas que volver, y cuando recuerdo que no es así algo se me vuelve a romper. Te voy a querer siempre. Ya sabes lo que ocurre con el primer amor.
No puedo decirte más. Te quise muchísimo, te sigo queriendo y te querré toda la vida.
Adiós, princesa